domingo, enero 11, 2009
Talleres literarios: viejas polémicas
Foto: Busto doble de Homero y Menandro. Copia romana de
un original griego perdido.
Álvaro Rivera Larios.
En su antiguo sentido, arte era la actividad humana que transformaba un objeto siguiendo ciertas reglas y procedimientos ya establecidos. Desde ese punto de vista había un arte de cocinar, un arte de hacer la guerra, un arte de debatir y hasta un arte de componer versos.
Fueron los griegos quienes descubrieron el “Hágalo usted mismo” gracias a unas cuantas lecciones. Los ciudadanos con recursos mandaban a sus hijos a que aprendieran el arte de debatir. No sé si por esa época ya circulaban los recetarios de cocina. Lo que sé, si la memoria no me traiciona, es que la poética de Aristóteles, tenía dos propósitos: uno teórico y otro práctico. El segundo, que se apoya en la base analítica del primero, pretende señalar cómo hay que “componer” las fábulas si se quiere que la poesía sea bella.
Los sofistas, por esa misma época, enseñaban cómo debía construirse un buen discurso de acuerdo a la situación concreta, el tipo de público y los propósitos de los oradores. Ya tienen conciencia, ellos, de la importancia del lenguaje y del influjo perturbador que los valores del estilo pueden ejercer sobre la gente. Esa conciencia examinó estructuras y procedimientos verbales y los sistematizó en un arte que luego podía transmitirse. La elocución es el campo de la retórica donde se definen y clasifican las figuras del lenguaje y donde se orienta sobre la forma más eficaz de utilizarlas si se quiere dar belleza al discurso poético u oratorio. Aunque no conviene confundirlas, la elocución es el puente que vincula a la retórica con la poética.
En el mundo clásico, más de alguno puso en duda el proyecto que pretendía enseñar el arte de componer poemas. Según estos críticos, la magia de los grandes textos no podía reducirse a un listado de consejos o reglas técnicas. La grandeza literaria era producto del talento natural, no consecuencia de una destreza adquirida.
Enfrentado a tales argumentos, Longino, uno de los grandes filólogos de la antigüedad, dio una respuesta que dos mil años después continúa siendo sensata: el talento no se aprende, se tiene o no se tiene, pero es una herencia que puede ser dilapidada si no se administra con criterio y ese criterio debe de adquirirse y ese criterio es el oficio.
Quienes critican las escuelas para formar escritores, olvidan que hay una tradición milenaria en la enseñanza de los procedimientos literarios. Los talleres literarios actuales no han inventado nada, lo que han hecho es redescubrir, con nuevos enfoques talvez, una vieja tradición. Dicha tradición, con su catálogo de figuras y procedimientos de estilo, demuestra que hay un componente del trabajo creativo que puede enseñarse. El conocimiento de esas reglas no concede el talento, pero le abre el camino del oficio a quien ya posee el don de crear poemas o historias.
Los talleres literarios asumen en la actualidad la gran tradición pedagógica de la poética y la retórica clásicas. Aunque desconozcan esa herencia, de alguna forma pertenecen a ella y la continúan.
Fueron los románticos, con su ensalzamiento del genio y la espontaneidad, quienes arremetieron contra las reglas del arte y contra la posibilidad de que pudieran enseñarse. Goethe, que suele pasar por romántico, desconfía del genio y sugiere que la voz del poeta es el producto de una larga formación, de un aprendizaje continuo del oficio.
El talento no se aprende, pero el talento debe de aprender, tal como sugirió Longino hace 2000 años. En la poética de Aristóteles, en los consejos de Horacio y en la obra de obra de Quintilliano subyace la confianza de que hay aspectos de la creación que pueden analizarse y aprenderse como técnicas de un oficio.
En la actualidad se admiten sin problema las escuelas de música, las academias de pintura, las escuelas de teatro, pero inexplicablemente se rechazan los talleres literarios. Para algunos la literatura es el último reducto de ese misterio inexplicable e inabordable del arte que era tan del gusto de los escritores románticos.
El rechazo comprensible de la preceptiva rígida y de las técnicas momificadas ha llegado al extremo de expulsar del arte su connotación de destreza. Ese rechazo nos devuelve a las posturas platónicas que minusvaloraban el “saber” del artista y consideraban la obra poética como el producto de una mística ebriedad. Homero, el poeta ciego (aquí la ceguera es un símbolo) escribía gracias a las musas. El literato romántico transforma a las musas en esa fuerza interior, la inspiración, que trasciende las reglas de toda norma creativa. Es el genio lo que produce la obra de arte. Y por eso hay un mito muy querido por los creadores románticos: el del pastor-poeta que gesta bellos textos en la soledad y al margen de cualquier proceso de aprendizaje.
Aristóteles y toda la milenaria tradición retórica refutan a Platón. Pero más allá de eso, cualquiera (que haya estado en un taller literario) sabe que el talento eclosiona en la medida en que domina las técnicas del oficio. Suponiendo el talento, como premisa, puede darse “un aprendizaje”.
Ese aprendizaje se da, aunque no produzca grandes escritores. Ya escribir correctamente supone la adquisición de una técnica que incluye el dominio de la sintaxis y de la estructura discursiva del texto. Dicho dominio implica la enseñanza de un saber y unos procedimientos (por parte del instructor) y un aprendizaje (por parte del discípulo). Nadie nace, aunque así lo sugiera la teoría del genio, con un conocimiento pleno y maduro de la sintaxis y del discurso y las figuras del lenguaje literario. Por mucho talento natural que posea el pastor es difícil que, sin el conocimiento de “la técnica”, pueda escribir “El fausto”.
De todos los artistas son los escritores modernos quienes no han dispuesto de un espacio particular en donde aprender las destrezas básicas de su oficio. En el caso nuestro, la peculiar historia de nuestra cultura no ha permitido que arraigue una mirada que examine novelas y poemas desde el punto de vista de su construcción formal.
La estructura de la obra literaria, tal como se analiza en un taller literario, se apoya en el marco teórico que han desarrollados los filólogos, pero lo hace desde un punto de vista creativo: el de quien examina “mecanismos” con el propósito de crear el suyo. Diseccionar construcciones con el objetivo de aprender a construir es lo que hacen los aprendices de cualquier arte (músicos, arquitectos, etc.).
Cada taller es un mundo y no siempre quienes lo impulsan tienen pleno conocimiento de lo que un taller exige desde un punto de vista pedagógico. La experiencia demuestra que no siempre un buen escritor es el mejor candidato para conducir un taller literario. Para llevar esas riendas hace falta una buena dosis de teoría (sobre figuras estilísticas y estructuras literarias) y talento para convertir esa teoría en problema técnico y en ejercicios de composición. En un taller pueden darse nociones de teoría literaria, pero es algo más que eso. Un taller es una instancia práctica, en la cual todo conocimiento teórico ha de orientarse hacia la actividad creadora. El centro del taller son los “ejercicios compositivos” y la evaluación continua, por parte de los talleristas, de su propio trabajo. Para adquirir el oficio hay que desarrollar la capacidad de evaluar críticamente la obra de los demás para aprender a distinguir de esa manera los aciertos y los errores en la propia obra. En el acto de “pulir” un texto se haya presente la mirada crítica.
Un buen instructor respeta la identidad literaria, por decirlo de alguna manera, de cada uno de sus alumnos. Partiendo de esa premisa, les mostrará modelos que les ayuden a depurar su propio estilo. También les dará criterios para que valoren las posibilidades de otras maneras de escribir.
La mayoría de los escritores actuales han aprendido el oficio de forma autodidacta y en esa medida su recelo hacia los talleres literarios es comprensible. Es normal que todos desconfiemos de la promesa de “Hágase usted escritor en diez lecciones”. Pero no seamos prejuiciosos, un buen taller nunca promete eso, ni es eso. Un buen taller es una instancia de estimulo al trabajo creativo en la cual los “discípulos” entran en contacto con los trucos y las exigencias de un oficio. El taller le será útil a quien tenga talento y a quien no lo posea le enseñará a redactar y a valorar el esfuerzo técnico que supone toda obra literaria.
Hemos estado faltos, en nuestro país, de esa visión exigente de la elaboración estética que se percibe en literaturas como la mejicana o la cubana, por citar unos ejemplos. Todo aquello que permita que dicha mirada se difunda entre nosotros, debería de ser bienvenido. “El taller” puede ser una vía más para introducir entre nosotros la valoración de lo literario como técnica, rigor y esfuerzo. Como bien expresó Longino, el oficio ayuda a “gestionar” mejor el talento. Y ese concepto del trabajo y la excelencia es un valor que a la larga enriquece a cualquier literatura.
-Aristóteles, Horacio, Boileau (1982), Poéticas, España,
Editora Nacional.
-Eduardo García (2000), Escribir un poema, España,
Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja.
-Longino (1979), Sobre lo sublime, España, Editorial
Gredos.
-David Pujante (2003), Manual de retórica, España,
Editorial Castalia.
-R. Iván Suárez Caamal (1991), Poesía en acción (Manual
para Talleres de Poesía), México, Instituto Nacional
de Bellas Artes.
(Tomado del Periódico Digital El Faro)
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