"WALDO" ( La figura de Waldo Chávez Velasco)
Álvaro Rivera Larios
Raíces
Era un personaje con muchos rostros, sin lugar a dudas. El buen manejo de la pluma pudo servirle de atenuante a una persona cuyo trabajo fue, durante varias décadas, el de oscuro y brillante secretario de una dictadura militar.
La realidad es más sorprendente que la literatura. Y sorprende más cuando uno descubre las complejidades del mundo después de una larga estancia entre los tópicos.
Pero el asunto es retorcido: siempre hay otra complejidad más allá de la que tenemos enfrente. Allí naufragan los que saltando el muro del tópico se quedan perplejos ante las múltiples caras que tuvo el secretario.
Tenía afición por la buena mesa; manejaba con elegante destreza el cuchillo y el tenedor. El expresionismo alemán no tenía secretos para él. Era un magnifico catador de poesía; le gustaba Ungaretti. Sus modales en la mesa, limpios y bien hilvanados, eran como su prosa.
¿Y qué decir de su conversación? Podía saltar de Norberto Bobbio a una sobria disquisición sobre el poeta en la jaula.
Entre sonrisa y sonrisa y preguntas inocentes, ese brillante conversador no dejaba de ser una especie de turbio consejero maquiavélico trasplantado al trópico durante los años de la guerra fría. Da escalofríos la complejidad.
El mismo hombre que se deleita con las sílabas esenciales de Ungaretti, revisa los papeles que cada día le llevan los servicios de inteligencia. Él no se mancha las manos, pero tiene su propia opinión respecto al deber de manchárselas.
Su secreto reside en obrar sutilmente en el seno de las contradicciones más gruesas. El poder es crudo, pero no simple. Tendrá que tomar un par de decisiones difíciles. Esta noche continuará con su lectura de Quevedo.
Sí, da escalofríos la complejidad.
Lástima que no tengamos un dramaturgo o un novelista que estén a la altura de Waldo como personaje. Se trataría de comprenderlo antes de condenarlo moralmente por lo que hizo. Se trataría de proyectarlo, con su turbia riqueza interior, contra el paisaje violento de los últimos cincuenta años de la historia salvadoreña. Arrojaría una luz que ayudaría a iluminarnos la cara, porque es cierto: las cosas fueron más, pero mucho más complejas de lo que imaginábamos y por eso mismo mucho más terribles.
II
Los artículos que aparecieron cuando murió Waldo resultaban tan interesantes como el mismo fallecido. Hacían un veloz retrato del personaje y trataban de darle una justificación a sus variados rostros. Todo retrato nos permite hacernos una idea del dibujante, es decir, de cómo el artista construye la imagen del retratado. Todo dibujo que se haga a partir de un “modelo real” puede considerarse como una interpretación. Se subrayan unos rasgos y se silencian otros. Se busca representar, a través de las características físicas, el alma de la cara que se dibuja. Los artículos que aparecieron cuando murió Waldo tenían un pozo de reflexión moral. Una moral confusa ante la complejidad de un rostro. Se puede decir que veían el rostro y se esforzaban en comprenderlo, pero el rostro (de tantos matices que tenía) les impedía ver el bosque. En tales casos recontar los hechos y precisarlos (ahí están el archivo y el testigo) permite acercar el personaje a la naturaleza de sus actos, así se procura que la comprensiva razón no se olvide de lo que hizo Waldo. Sus actos forman parte de su cara y no los borra la existencia de un perfil moral complejo. Es positiva y útil la perplejidad, siempre que uno salga de ella; de lo contrario, es una trampa.
III
Waldo ya no tiene nada que perder y juega a ser sincero con su entrevistador. Le confiesa que alguna vez, a regañadientes, tuvo que comprar periodistas. Su precio variaba de acuerdo al prestigio de la pluma.
Pequeñas e inevitables corruptelas que una gran causa justificaba: el Mundo Libre, los viajes a Nueva York, el culto odio al comunismo, las obras completas de San Juan de la Cruz, el rancho en la playa, el bienestar público y las fiestas en el Circulo Militar. Más que pagar, invertía en periodistas. El amor a la patria, compuesto de tantos detalles, pide a veces cierto sacrificio.
Como el de vigilar a José Napoleón Duarte, para ver si el alcalde de San Salvador (en aquella época) cometía algún pecado que le fuera rentable electoralmente al poder. Waldo lo confiesa como si la ya remota labor de espionaje hubiese sido una mera travesura estudiantil. No muestra el menor escrúpulo cuando la narra. La licencia moral que le habían permitido sus altas funciones se incorporó a su forma de contemplar el pasado. Lo de vigilar a Duarte era otro detalle técnico de un trabajo que daba beneficios, pero tenía inconvenientes.
¿La política es una forma de licencia para violar la moral?
¿Cómo volver a la moral después de hacer política?
La música clásica pastorea los nervios. Un buen libro nos habla de la riqueza del mundo y nos reconcilia con el extraño huésped que llevamos dentro, ese que todos los días, temprano, se marcha a la Casa Presidencial.
IV
Se supone que ahora debería hablar de lo mal escritor que me parece Waldo. Por suerte Waldo era un buen escritor. Se nota que el brillante consejero mimaba las palabras. Con Roque tuvieron algo en común: la política se apoderó de sus espíritus creadores. Dalton fue, a pesar de todo, más escritor. Waldo no pudo ser el muy buen poeta que habría sido, si hubiese trabajado menos para el General. No lo digo por el General, lo digo por el tiempo. La literatura es paciencia, talento y, sobre todo, tiempo. Eran tiempos difíciles, como diría Dickens. El brillante y oscuro secretario se tragó al poeta.
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