Literatura y experiencia de Dios
Frei Betto
Por la literatura el verbo se hace carne. A pesar de que la música es, en mi opinión, la más sublime de las artes, la literatura es la más sagrada. Dios la eligió para, a través de ella, revelarse a nosotros. Eligió una lengua, la semítica, y un género próximo a la ficción, pues en toda la Biblia no hay una sola clase de teología, un ensayo doctrinal, un texto conceptual. Toda ella es una narración pictórica: se ve lo que se lee.
Los libros bíblicos reúnen una sucesión de hechos históricos y alegóricos (parábolas, metáforas, aforismos), entremezclados de genealogías, axiomas, proverbios, poemas (Cantar de los Cantares y Salmos) y detalles técnicos y ornamentales (la construcción del Templo según 2 Crónicas).
Como sugiere Herbert Schneidau, la Biblia puede ser considerada “prosa de ficción historizada”. Historizada porque se aleja del universo de las leyendas y de los mitos, a pesar de que haya materia prima legendaria subyacente al Génesis en el relato sobre David, en la saga de Job y en parte de los Libros de los Reyes.
Los autores bíblicos se apartaron deliberadamente del género épico (Homero y Virgilio), lo que se explica por el rechazo del politeismo. Lo que impregna el escrito bíblico es el sentido de historicidad. Ésta rompe con la circularidad del mundo mitológico y nos presenta a un Dios que tiene historia: Yavé, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. En ella la historicidad se hace presente en la descripción de los cinco primeros días de la Creación, antes del surgimiento del que llegaría a ser considerado el protagonista del proceso histórico: el ser humano. Hay una evolución, simbolizada en la sucesión de los seis días.
Lo que hace de nosotros imagen y semejanza de Dios es la capacidad de amar y el lenguaje. Los animales también aman, hasta el punto de que ciertos pájaros, como los tordos, se mantienen fieles después de emparejarse. Pero sólo el ser humano posee un nivel de conciencia que le permite ordenar y expresar sentimientos, emociones, intuiciones y afectos. Eso nos hace semejanza divina. Dios es amor y su afecto por nosotros se manifiesta en el lenguaje contenido en la narrativa bíblica y en la epifanía del Verbo que, entre nosotros, se hizo carne.
La escritura es una forma de intentar organizar el caos interior. Por eso todo artista es clon de Dios. La escritura es terapéutica, liberadora. Hellio Peregrino, sicoanalista, atribuía a mi salud mental durante el transcurso de mis años de prisión el hecho de haber literalizado la vida en la cárcel. Mi mundo es recreado cuando echo mano de vocablos y reglas sintácticas para dar forma y expresión a lo que pienso y siento. De ese modo transubstancio la realidad, me proyecto en algo que, fuera de mí, no soy yo y sin embargo traduce mi perfil interior de un modo que yo jamás conseguiría a través del mero lenguaje hablado.
La escritura constituye una forma de oración, como bien sabía el salmista. La experiencia de Dios antecede y sobrepasa a la escritura. Pero lo poco que de ella se sabe es por medio de la escritura; raras veces por experiencia personal. Grandes místicos, como Buda, Jesús y Mahoma, no escribieron nada. Lo que sabemos de ellos y de sus enseñanzas es merced a quien se tomó el trabajo de redactar.
Y aunque el propio místico pudiera hacerlo, como en los casos de Plotino, del Maestro Eckart y de Charles de Foucauld, llega un momento en que la experiencia de Dios excede los límites de la palabra. Es inefable. Como dice Adelia Prado: “Si un día pudiera, no escribiré ningún libro” (Círculo). “No me importa la palabra, aunque sea ordinaria, / Lo que quiero es el espléndido caos de donde emerge la sintaxis. / La palabra es disfraz de una cosa más seria, sordomuda / fue inventada para ser callada. / En momentos de gracia, rarísimos, / se podrá recogerla: un pez vivo con la mano. / Puro susto y terror” (Antes del nombre).
Juan de la Cruz, patrono de los poetas españoles, dejó tres de sus cuatro libros inacabados. Tomás de Aquino consideró, después de su éxtasis en Nápoles, que toda su obra no pasaba de ser ‘paja’. Y ya no escribió más.
En el enfoque adeliano hay una empatía con el poema Ash-Wednesday (Miércoles de ceniza), de T.S. Eliot, escrito en 1930, tres años después de su conversión al cristianismo. En la quinta parte Eliot canta que “la palabra perdida se perdió”, “la usada se gastó”, pero perdura en el “Verbo sin palabra, el Verbo. En las entrañas del mundo”.
Toda poesía de calidad es polisémica. Es verso que hace salir a flote nuestro reverso. Es canto que encanta, desdobla en varios nuestro ser y nos induce a encontrar aquella persona que realmente somos y que, sin embargo, reside en nosotros como un extraño que provoca temor y fascinación.
Es la poesía que cita el apóstol Pablo cuando, en su discurso en el Areópago (Hechos de los Apóstoles 17,28), expresa nuestra ontológica y visceral unión con Dios: “En él vivimos, nos movemos y existimos, como algunos de los suyos, por lo demás, ya dijeron: ‘Porque somos también de su raza’”.
Se trata de una cita libre de la obra Fenómenos, de Arato, poeta que vivió en Cilicia en el siglo 3º a.C. El texto original es: “Comencemos con Zeus, de quien los mortales nunca dejamos de acordarnos. Porque toda calle, todo mercado, están llenos de Zeus. Incluso el mar y el puerto están llenos de la divinidad. En todo lugar todo el mundo es deudor de Zeus. Porque en verdad somos sus hijos…” (Phaenomena 1-5).
- Frei Betto es escritor, autor de “El amor fecunda el Universo. Ecología y espiritualidad”, junto con Marcelo Barros, entre otros libros (Traducción de J.L.Burguet)
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