sábado, abril 07, 2012

ATLAHUNCA


El teponahuatista de la corte de Atlacatl, roba a la princesa Cipactli.

Miguel Ángel Espino
Mitología de Cuscatlán.


Entre el oro, la corte reía. Bajo aquel desfile de música y plumas se estaba muriendo la pobre princesa. Ya el rey no escuchaba sus risas sonoras, y estaba muy triste, se estaba muriendo, se estaba muriendo de tanto llorar. La laguna verde de aguas estancadas, en su playa blanca, a la luz de la luna la oía llorar. Allá, en el boscaje perdida y huraña, gustaba en las tardes de fiesta y de baile, llorar bajo toldos de lirios en flor. Estaba muy triste, la corte no oía su risa sonora poblar de armonías el rudo festín. De noche y de día, lloraba, lloraba, lloraba. ¿Por qué la princesa se estaba muriendo?
La luna no más lo sabía. Desde aquella tarde, desde aquella noche, la princesa ya no se reía.
Lo había mirado, lo había querido; ¡Atlahunca cantaba tan dulce! En la corte triunfaba cubierto de flores su teponahuaste. Veía, con celos, al joven moreno de lacios cabellos y mirada ardiente a quien todas las bocas sonríen, por valles y montes, hermosas mujeres suspiran por él. Cruzando montañas ha cantado siempre sobre las ventanas de los calicantos dolientes canciones de amor. Por eso lloraba. Desde aquella tarde, Cipactli escuchaba los versos que Atlahunca le había cantado.

Tengo un río de oro,
un lago que canta
y una flor que llora,
un pájaro que vuela
y una estrella que mira,
pero esa flor que llora y ese lago que canta
y la estrella que mira
no cantan ni miran como miran tus ojos.

Desde aquella tarde, desde aquella noche, Cipactli lloraba a la luz de la luna. Desde aquella tarde se estaba muriendo y el día y la noche pasaba llorando.
La corte pasea su lujo, pasea sus armas, pasea sus oros.
Pero Atlahunca está triste.
La princesa Cipactli se muere, no come, no duerme... y no tiene nada.
Ya no se casa con el señor de Tehuacán. No puede, no come, no duerme.
Pero el señor es bravo. Sus terribles guerreros esperan. Ha puesto su término, y deben casarse ese día.
La princesa está triste. La princesa se muere.
En la noche los guardias oían la música triste, la música lenta, la música dulce de un teponahuaste. El castillo se yergue altanero a la luz de la luna.
Los guardianes han visto la sombra de un joven que pasa cantando los versos de un lago que canta y de una flor que llora. Y se oían las notas de un teponahuaste.
Pero nadie sabía. La luna no más lo miraba y no lo contaba.
Cuando el joven cantaba los versos de la flor que llora, una mano asomaba en la torre más alta del negro castillo de piedra.
La luna no más lo sabía. La princesa ya no estaba triste. Reía... En la noche ya no estaba enferma.
La luna no más lo sabía que la mano aquella deshojaba flores, y que el joven del teponahuaste lloraba.
Una noche los guardias quizás se durmieron.
En la torre aquella del negro castillo de piedra no estaba la pobre princesa. ¿Se la habrían robado las nubes? La luna no más lo sabía.
Sabía que el joven había llegado, que había cantado. Que por una cuerda había bajado... la pobre princesa, la pobre, la enferma, la triste. Reía. Reía. Reía. Y después... La selva cubría a la luz el sendero.
Después... el señor de Tehuacán espera. Se busca a Cipactli. Se escruta, se piensa.
Y después... Atlahunca no canta en la corte. ¿Se lo habrían robado, quizás las estrellas?
La luna no más lo sabía. El señor de Tehuacán moría de cólera, pero ella reía y no lo contaba.
Un día trajeron a Atlahunca. Venía Cipactli amarrada.
Y los condenaron.
El santuario de Mictlán decía: "En el bosque hay fieras. Irás a decir tus pecados. Y si te perdonan no te comerán".
Y fue la princesa con el bello joven del teponahuaste.
Ya todo dormía. La luna brillaba en el cielo.
Y la selva quieta traía rumores de bestias dormidas.
Un buen tigre venía brincando para oír los pecados.
Y se hincaron llorando.
Pero antes había cantado el joven moreno del teponahuaste, los versos tan dulces del lago que canta y de la flor que llora.
Y se hincaron llorando. Juntaron los labios. El tigre venía saltando.
¿Los pecados? —se habían besado.
Cuentan que el tigre se rió como un loco del pecado aquel.
En la corte brillan hermosas mujeres. Cipactli no llega. Atlahunca no ha vuelto. ¿Los perdonaría aquel tigre austero que llegó saltando, y al oír el pecado reía?
La luna no más lo sabía y no lo contaba. Cómo aquella mano que de la alta torre del negro castillo deshojaba flores, cómo aquella niña que bajó llorando y se fue corriendo, tampoco decía.
Pero entre los ruidos de la inmensa corte, Cipactli no ríe, y Atlahunca, se fue con las nubes o con las estrellas y aún no ha venido.