miércoles, agosto 02, 2006

Una novela tan banal: El código Da Vinci.

Una novela tan banal: El código Da Vinci.
ÁLVARO RIVERA
Escritor salvadoreño

Un libro tan banal como El Código Da Vinci ha suscitado en nuestra prensa reacciones muy interesantes. Desde la que pide cerrar filas en torno a la fe, hasta el artículo que busca rebatir una ficción en base a fuentes y datos de la ciencia histórica. Todo sea por proteger a la Iglesia de una imagen turbia y por salvar a los ingenuos lectores de “creer” en una novela mal documentada.

No hace falta ser un lince, literariamente hablando, para descubrirle los pies de barro al libro de Dan Brown. Es una novela con personajes sin entidad moviéndose en la trama desbocada, típica de los best seller. Robert Langdon, su protagonista, es el tataranieto anémico de William Legrand, el fascinante descifrador de enigmas inventado por Edgar Allan Poe en su relato “El escarabajo de oro”. De la pátina culteranista que exhibe El Código podríamos culpar a Umberto Eco, quien acercó un género popular, la novela detec-tivesca, al universo simbólico de la alta cultura (Historia, Filosofía, etc.). Años después salió al mercado un relato de Arturo Pérez Reverte, “La tabla de Flandes”, donde hay crímenes que giran en torno a la interpretación de un cuadro. No vale la pena extenderse en la falta de originalidad, estilo y verosimilitud, ni denunciar los otros fallos del Código Da Vinci.

Interesa más preguntarse por qué una novela mediocre provoca tanta controversia. No es por su calidad literaria, ni por su discutible base documental, es más bien por la imagen turbia que da del catolicismo y de la historia de la fe cristiana. En eso no hace más que refrendar una serie de tópicos bien arraigados en el mundo anglosajón, donde la literatura y el cine suelen presentar al hombre de sotana oscura y misal como un personaje muy dado a las dobles y perversas intenciones. Escarbando un poco puede descubrirse una asociación latente entre iglesia católica y pasado inquisitorial. A esos estereotipos Luteranos recurre Dan Brown para construir a Silas, el monje asesino, y a su tutor el intrigante obispo Manuel Aringarosa. Los escándalos recientes, tan mal gestionados por la iglesia católica, refuerzan la imagen del cura torvo y vicioso.

De cualquier manera la Iglesia Católica y Dan Brown se han beneficiado mutuamente. La publicidad es la publicidad aunque sea mala y por ese motivo el Opus Dei, al menos en el mundo anglosajón, tiene ahora un perfil más notorio gracias a la novela. En la sociedad moderna, las controversias teológicas interesan muy poco a la gente común. Brown, con su libro, ha logrado el milagro de que una disputa sobre la imagen de María Magdalena haga correr ríos de tinta en los periódicos. Ese rumor periodístico y la censura religiosa al libro son el espaldarazo, la mejor promoción que podían soñar la novela y su película. Nunca dos obras tan mediocres recibieron atención tan desmedida ¿por qué?

¿Se puede desmentir una ficción? Teóricamente el universo literario rehuye someterse al imperio de La Verdad. En una moderna división del trabajo, las ciencias se quedan con los hechos y el arte con la subjetividad y el lenguaje. Incluso cuando se acerca a los hechos, el reino del arte es lo probable, lo verosímil, el mundo de la opinión y no tanto el de la certeza que queda en manos de la ciencia. Ya Platón fijó esa distancia respecto a Homero, pero el filósofo era conciente de que aún alejado de la verdad, el lenguaje del arte podía transmitir imágenes poderosas, cuyo poder plástico y emocional era susceptible de ser tomado como cierto y de ahí su peligro.

Aunque se estableciera una aduana entre los hechos y lo posible, entre la filosofía y la literatura, nada garantizaba que, en el tráfico simbólico diario, la gente corriente pudiese distinguir sin engaño la frontera entre lo verosímil y lo cierto, entre los hechos y la ficción de lo probable.

El público ignora muchas veces las distinciones filosóficas y acaba atribuyéndole, por efecto emocional, rango de verdad a la conducta de unos personajes. No ha logrado liberarse de la visión aristotélica de la literatura, que es la del sentido común, y que tiende a ver tramas y caracteres como encarnaciones simbólicas, típicas, de la realidad.

Más que a una conducta típica, Silas “representa” un prejuicio. De esa manera puede deslizarse desde el universo de la “opinión social” al de la literatura. Por medio de un villano de novela barata se refuerza una imagen del mundo en los lectores ingenuos. Si uno toma precauciones se puede “contradecir” al narrador, implicando a otras sectas cristianas, cuando afirma que la iglesia católica quemó a cinco millones de mujeres, pero có-mo se podría objetar la figura de un monje albino y sanguinario, sino admitiendo implícitamente que es un dispositivo retórico que remite a dos niveles interrelacionados: al de los personajes planos y cari-caturescos con larga tradición literaria y al de los estereotipos que conforman una ideología.

Ha de aceptarse, por lo tanto, que la literatura cuando reclama para sí el reino puro de las formas, confunde una intención, un programa estético, con el papel real que desempeña en la comunicación humana. En la práctica cotidiana las bellas letras son poli-funcionales y admiten según el me-dio donde sean leídas diversas interpretaciones y usos. Desde el Romanticismo hasta las Vanguardias se ha hecho el intento de anular la vocación referencial del arte y se ha conseguido, pero sólo entre algunos artistas, el público culto y la crítica especializada.

La persona corriente tiene por lo general una concepción decimo-nónica, y si quieren hasta clásica, de la novela y la pintura: en ambas prefiere la inteligibilidad y el juego de las semejanzas con el mundo. La música del significante la disfruta, sino entorpece la comprensión del significado. Las aventuras formales le quedan lejos, de ahí que su mirada apunte al “tema” y disfrute doblemente si el artista le brinda la ilusión de que ensancha su marco informativo.

El Código Da Vinci, como literatura de masas, intenta dignifi-carse con referencias históricas, la-tines y Da Vincis y a través de ellos busca cubrir un relato ficticio con una pátina de veracidad, cultura y trascendencia. Su ilusión de verdad es un efecto retórico que le otorga atractivo literario, proporcionando a quien lo lee la sensación de un aprendizaje. En teoría no es más que un juego, pero el rumor subliminal que arrastra puede transformarlo en un mecanismo sutil que “forma” imágenes distorsionadas en el subconsciente de los lectores. Tal capacidad moldeadora de lo literario la reconoce Horacio cuando afirma que la poesía, además de deleitar, instruye, comunicando nociones sobre la naturaleza y el hombre. La tesis de Horacio es positiva porque confía en la moral y los “conocimientos” del poeta, pero cabe la posibilidad de que la poesía sea un juego verbal que distor-sione o vele los hechos. Una refracción subjetiva, plástica, que los románticos valoraron positivamente, pero a la cual temía Platón, porque según el filósofo Griego los juegos de la imaginación eran peligrosos si competían con la verdad.

Aquí podríamos hayarnos ante un tejido nocional-valorativo, transmitido por medio de una na-rración, que afecta sutilmente nuestros posicionamientos ante el mundo. La hipótesis es simple: exponernos ante cierta literatura puede “alterar” nuestras creencias, aun si dicha literatura se excusa de sus posibles efectos presentándose como una simple ficción. La ficción, incluso la que tiene el único propósito de entretener, no por ello se salva de ser interpretada emocionalmente como una realidad posible.

Todavía hay muchos lectores que no saben dónde termina una novela histórica y dónde comienza la Historia como disciplina académica. Entre nosotros, por citar un caso, muchos han leído “Las historias prohibidas del Pulgarcito” como si fuese un libro de Historia, sin advertir que es una “intervención literaria e ideológica” sobre mitos, leyendas y hechos de la historiografía oficial.

La teoría contemporánea del arte no ha desalojado todavía el profundo sustrato donde se enraí-za la Mímesis como noción que relaciona las artes con el disfrute estético, pero también con la verdad. Dicha forma atávica, elemental, de interpretar un poema, un cuadro, una novela, nos indica que tal como temía Platón, nos guste o no, las artes pueden ejercer una influencia ideológica. Así lo confirman de forma indirecta quienes tratan de “desmentir” una novela tan banal: El Código Da Vinci.