Borges, el fantasma y el nombre
Foto: Jorge Luis Borges.
Por Osvaldo Mario Picardo.
Escribir sobre Borges resulta una tarea innecesaria, porque rápidamente se cae en lo que ya han dicho otros. Por eso mismo, he creído mejor hablar sobre esta "magia" que despierta la mención de Borges y que aparece contundente como un grueso libro o, mejor, como una colección completa en una estantería que no admite lugar ni para un alfiler.
Es así que cuando decimos Borges, decimos otra cosa que un nombre. Sucede que al hablar en un café o en las raras ocasiones en que, después de un seminario, se prosigue y encadenan otros temas, alguien o uno mismo cite a Borges de una manera imperfecta y borrosa. A lo mejor consiste en apelar a una autoridad de las pocas que nos quedan. Pero más aproximado a la verdad, resulta el hecho de que se apela a un confuso marasmo de ideas e imágenes, que a la manera de una red sostiene el argumento que nos ha empujado al vacío de un pensamiento. Borges, al igual que tantos otros nombres famosos de la literatura, significa lo que cada uno entiende dentro de un registro entre sentimental y serio, entre aristocrático y paternal. Y sea o no lector de la obra de Borges, el que lo cita se apropia de una lectura de otro texto: el del fantasma de Jorge Luis, sombra terrible que, como la del "Facundo" de Sarmiento, sobrevuela el desierto intelectual de la Argentina. Y si bien tiene más que ver con la civilización en vez que con la barbarie, su nombre no le pertenece, le ha sido enajenado para participar del sortilegio cotidiano y caprichoso de las extraordinarias situaciones en que se lo menciona.
Frazer, el autor de "La rama dorada", nos aclara que para "el salvaje", "incapaz de discriminar claramente entre las palabras y las cosas", la relación entre un nombre y la persona nombrada "no es una asociación meramente arbitraria o ideal, sino un vínculo real y sustancial que los une en tal forma que la magia puede alcanzar a un hombre tan fácilmente a través de su nombre como a través de su pelo, sus uñas u otra parte material de su persona". Debiera agregar que en el caso de Borges, el uso mágico de su nombre no supone la relación entre éste y su persona, sino entre ese nombre insigne y la imagen plural e infinita que de aquel viejo ciego, con voz temblequeante y agudezas insospechables, fue forjándose en el público más vasto. Además, debiera agregar que el salvaje de Frazer es, en nuestro caso, alguien menos inocente y más civilizado, aunque de eso mismo se pueda dudar sin caer en error. Por lo general, son profesionales, escritores, críticos, intelectuales, políticos. Personas con cierta expectativa de prestigio cultural. La mención y el uso del nombre invisten de virtudes sacerdotales y por eso también suscitan debates mezquinos, en una suerte de advocación por la cual se logra la protección exclusiva.
He visto y oído perplejo, durante largas horas, a amigos poetas en una lid de citas borgianas. He padecido, también, extensas conferencias que consistían en anécdotas inverosímiles y tiernas complicidades, con las que se quería explicar ciertas inexplicables actitudes o palabras del autor. Y, ¿quién no recordará haber leído alguna interpretación crítica de un cuento o poema de Borges que no resultara una caprichosa extrapolación teórica, sólo justificable por nuestra natural tendencia a la ficción y al plagio, cuando no a la urgencia académica de producir algún paper? Pero la peor situación, creo, son las biografías. A veces menos biografías que coprografías, en donde se impone revelar los secretos íntimos y oscuros. No faltan los buenos ejemplos de las malas personas, ni las paradojas entre la persona y su creación. T.S. Eliot era un mal marido que enloqueció a su esposa. Miguel Angel, un homosexual. Bertold Brecht, un plagiador. Philip Larkin, un misántropo.
La imagen flemática y asexual que todos teníamos de Borges no escapó de la nueva mirada biográfica y fue llevada hacia aspectos secretos y contradictorios del escritor. Por ejemplo, aunque desde lo laudatorio, la reciente biografía de María Esther Vázquez lo hace aparecer como un ser apasionado capaz de intentar suicidarse o de vivir aventuras amorosas. Esta imagen carnal quedó sellada con las cartas, poco conocidas, que Borges le enviara a su amigo Maurice Abramowicz y que fueron vendidas en París, por 84.000 dólares. Pero hubo antes otros intentos, en sentido contrario, como el de la "indagación psicoanalítica" de la obra de Borges a partir del tema del amor y de las mujeres. También, en ese sentido, aunque sin ambiciones freudianas, el libro de Estela Canto, ventila intimidades que la incontinente autora dice haber mantenido con Borges, entre 1944 y 1951, confirmando las presunciones psicoanalíticas sobre la impotencia sexual de éste.
Por otro lado, aunque menos íntima pero más profunda, la mirada de Volodia Teitelboim echa, paradojalmente, el pasado sobre la memoria presente, cuando sostiene que la Academia Sueca no le dio el Premio Nobel a Borges por la visita que realizara a Chile durante la dictadura militar de Pinochet. La imagen del dictador estrechando la mano del escritor recorrió el mundo y se transformó en el abrazo del oso. Borges estuvo en Chile en setiembre de 1976, uno de los años más sangrientos de la dictadura militar. Allí, como si con eso alcanzara la paradójica alteridad de Leopoldo Lugones, dijo estas palabras tremendas: "Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita (...). Creo que merecemos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo por obra de las espadas, precisamente". Volodia reconoce, sin embargo, al otro Borges, no por nada su libro se llama "Los dos Borges". Aquel que recibió a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y que presenció una de las sesiones del juicio a los militares. Reconoce en definitiva, no sólo a un icono falso, sino a un hombre complejo que es capaz de asombrosas rectificaciones.
La sombra terrible del creador de "El Aleph" parece tener variadas e infinitas interpretaciones al ser evocada sólo por el célebre antropónimo. Esta realidad y esta seductora posibilidad de usarlo como queremos nos demostraría, entonces, una imposibilidad: la de que sea inefable. Por eso, de él, como de los famosos, se puede decir todo, como en un pandemónium. Borges es un texto que aún se está escribiendo. No me refiero a su obra, sino a lo que él mismo y de él nos queda dicho y por decir. Es el corpus de lecturas de su obra, declaraciones, reportajes y de ajenos escritos, sobre lo que imaginamos biográfico e interpretable, y que construyen la imagen venerada o repudiada cuyo nombre mágico actualiza la mención y el uso.
Esta figura del escritor se comenzó a construir a partir de los años 40 con las traducciones al francés de sus primeros relatos, a instancias de Roger Callois. Otros traductores se encargaron de unir los eslabones faltantes a la cadena, hasta que Borges empezó a formar parte de un reducido grupo de famosos escritores de todo el mundo. Ya Jorge Luis contaba con su prestigio indiscutible cuando, con el boom latinoamericano de los sesenta, comienzan a resonar los nombres de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar o Ernesto Sábato.
Beatriz Sarlo, en su libro, dice que "en el curso de unas pocas décadas, Borges inauguró en Argentina una nueva manera de relacionarse con la literatura". Y agrega que él es "un lugar común para los escritores y lectores argentinos, y su influencia puede ser vista en una suerte de lingua franca, de koiné literaria, en la cual los giros de sus cuentos se mezclan con anécdotas que él mismo alevosamente fabricó para los medios de comunicación y repitió en centenares de entrevistas a partir de los años 60". Sarlo si bien subraya el conflicto "en el corazón del trabajo de Borges" causado por la mezcla o cruce entre la cultura central y la marginal, entre lo cosmopolita y lo nacional, también observa esta fabricación genial de un fantasma en que la creación de una lengua literaria asume la vida misma de un autor.
Para Mallarmé, la realidad debía concluir en un libro, así también para Borges, que entabla la defensa de la autonomía del arte y de los procedimientos formales. Seductoramente para los profesores de literatura, plantea por adelantado casi todos los grandes tópicos de la teoría literaria contemporánea: la intertextualidad, la ilusión de la referencialidad, etc. Pero quizás su mayor incitación a la imaginación de los lectores y del público no lector esté en sus planteos filosóficos y morales sobre el destino de los seres humanos y las relaciones contradictorias de éstos con la sociedad.
Empujado a elegir qué Borges me apetece, antes de preguntarme qué Borges necesito, me inclino hacia el poeta, quizás el más desvalorizado entre los que lo prefieren por su prosa. Será por estos versos en que su fantasma asusta a los poetas:
"¿Qué trama es esta
del será, del es y del fue?
¿Qué río es este
que arrastra mitologías y espadas?
Es inútil que duerma.
Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano.
El río me arrebata y soy ese río.
De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.
Acaso el manantial está en mí.
Acaso de mi sombra
surgen, fatales e ilusorios, los días".
(Heráclito)
Osvaldo Mario Picardo.
Escritor argentino nacido en Mar del Plata en 1955. Es profesor en Letras graduado en la Universidad Nacional de La Plata. Ha publicado artículos y ensayos en revistas y diarios argentinos y crítica literaria en revistas extranjeras. Sus poemas han sido publicados en diarios y publicaciones especializadasde Argentina e Israel, y a finales de los 90 publicó Quis Quid Ubi (poemas de Quintiliano).
http://www.letralia.com/35/en01-035.htm
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